La historia de la política moderna que, posteriormente, se convirtió, o muto debido a múltiples factores, en sociedad política tiene, a nuestro juicio, dos “génesis” que, a pesar de sus diferencias, han tendido a ser vistas bajo la misma concepción de”democracia” a pesar de que estas difieren totalmente entre sí; por una parte la revolución estadounidense (1776) y la revolución francesa (1789). La primera respondiendo a las concepciones de democracia “liberal” o “formal”; y la segunda a las de “democracia directa” o, incluso, “popular”. El real abismo entre estas conceptualizaciones radica no en el fin que buscan sino en el poder del Estado y el poder real que tiene la “ciudadanía” sobre este como poder operacional. En otras palabras; la ciudadanía ostenta el poder político, democracia formal, o realmente lo detenta, democracia directa.
La tradición de la democracia formal proviene de autores como Tocqueville que ven en que el proceso “democrático” debe estar en manos de una suerte de “elite política” dejando a la “ciudadanía” en un plano netamente legitimador del proceso, entregándole a la “elite” la responsabilidad, legitimada obviamente por medio del “voto”, de las decisiones políticas y del rumbo que debe de tomar la figura del Estado. Diferente a la tradición de las teorizaciones propias de la “democracia directa o popular”, Rousseau por ejemplo, que consideran que las mayorías tienden, al menos en teoría, a ser los verdaderos soberanos del proceso democrático; por ende, el verdadero motor y fin de la democracia es su ejercicio como “valor en si” que se debe detentar y no ostentar por medio de procesos formales que eliminan el componente propiamente “político” de su ejercicio.
No está demás el señalar que los procesos políticos que pusieron fin a los proyectos de “socialismos reales” supusieron no sólo la creación de ciertos mitos sociológicos sin ningún fundamento real como “el fin de la historia” planteado por Fukuyama, o el “choque de civilizaciones” de Huntington que más bien hoy son vistos como ejemplos caricaturizados de esas ansias de creer en panaceas planteadas por el triunfo de occidente y, por ende, del liberalismo. Y es que ahí radica el problema, en que se creyó que las concepciones de democracia que se plantearon como salida democrática (valga la redundancia) en países con regímenes poco democráticos o dictatoriales serían democráticos, como una democracia participativa más cercana a las concepciones de “democracia directa”, ahí donde sólo se afirmaba la posibilidad, incluso incierta, de gozar de “democracia formales”. Dejamos de leer a autores como los citados anteriormente, mientras consideramos democráticas a las sociedades que ellos veían como fundamento de esas creaciones; dejamos de lado “al fin de la historia” mientras apelábamos a la existencia de resistencias, participación y conflictos permanentes propios de la política democrática que ponían en entredicho las afirmaciones de Fukuyama, pero aceptando y reconociendo como democrática en si las bases de sus teorizaciones. La sombra de las “teorizaciones democráticas” de estos autores se mantuvo... desechamos sus pronósticos más radicales. Cómo no recordar que el orgullo que sentimos con respecto a nuestra democracia chilena, principalmente su estabilidad, esconde el fondo de ser una democracia constantemente criticada y cuestionada por su, vaya ironía, carencias democráticas. ¿Será posible que existían tantas ansias de sentir, con orgullo, que habíamos vuelto a la democracia que confundimos sus formalidades con participaciones efectivas como si lo exige la democracia en sí?
De una u otra manera lo que sucedió en Chile fue que realmente se creyó que las concepciones de “amnistía” que se produjeron con respecto a temas como los Derechos Humanos -o las Privatizaciones- podían llegar a ser homologables con concepciones intangibles como la que representan las mismas concepciones “valorativas” de las sociedades y del actuar en “democracia”. El tema de la “aministía” al cual me refiero es el de hacer creer, o forzar, una suerte de olvido discursivo con respecto a la política, posibilitando que se considere al periodo “dictatorial” como una suerte de “falla menor” que puede ser fácilmente omitido o borrado dentro de nuestra tradición democrática: como si todos esos años pudieran ser tachados sin ningún tipo de consecuencia en la sociedad política; considerándolo tan sólo “un mal sueño” sin impacto en la “realidad democrática” por la cual se comienza a transitar luego de la llegada de Patricio Aylwin a la presidencia.
La frase “justicia en la medida de lo posible” resume no sólo la imposibilidad práctica y teórica de poder mirar hacia atrás y poder enjuiciar las violaciones a los Derechos Humanos y crímenes cometidos durante la dictadura, sino que resume, a la vez, el hecho de que la “democracia” que se comienza a forjar con la transición a la democracia misma no representa una continuidad de la fractura producida en el año 1973 sino una “democracia” totalmente diferente donde las concepciones mismas de democracia estaban atadas a los procesos llevados a cabo en dictadura pero que debían de ser omitidos bajo el riesgo de la perdida de esta “democracia”. En otras palabras lo que se lleva a cabo en un acto “refundacional” de la democracia desde una perspectiva de “democracia formal” pero utilizando y apelando a conceptos propios de una democracia de carácter más participativa, y por ende, más ligada a las tradiciones propias de la “democracia popular”. “La justicia en la medida de lo posible” se convirtió en una “democracia en la medida de lo posible”, pero aceptada por la clase política, pero en un silencio que sólo podía llegar a ser entendido una vez que las bases mismas de una democracia más participativa tratarán de manifestarse y hacerse escuchar y se vieran total y absolutamente imposibilitadas de hacerlo por la “democracia misma” que se había creado.
La tradición de la democracia formal proviene de autores como Tocqueville que ven en que el proceso “democrático” debe estar en manos de una suerte de “elite política” dejando a la “ciudadanía” en un plano netamente legitimador del proceso, entregándole a la “elite” la responsabilidad, legitimada obviamente por medio del “voto”, de las decisiones políticas y del rumbo que debe de tomar la figura del Estado. Diferente a la tradición de las teorizaciones propias de la “democracia directa o popular”, Rousseau por ejemplo, que consideran que las mayorías tienden, al menos en teoría, a ser los verdaderos soberanos del proceso democrático; por ende, el verdadero motor y fin de la democracia es su ejercicio como “valor en si” que se debe detentar y no ostentar por medio de procesos formales que eliminan el componente propiamente “político” de su ejercicio.
No está demás el señalar que los procesos políticos que pusieron fin a los proyectos de “socialismos reales” supusieron no sólo la creación de ciertos mitos sociológicos sin ningún fundamento real como “el fin de la historia” planteado por Fukuyama, o el “choque de civilizaciones” de Huntington que más bien hoy son vistos como ejemplos caricaturizados de esas ansias de creer en panaceas planteadas por el triunfo de occidente y, por ende, del liberalismo. Y es que ahí radica el problema, en que se creyó que las concepciones de democracia que se plantearon como salida democrática (valga la redundancia) en países con regímenes poco democráticos o dictatoriales serían democráticos, como una democracia participativa más cercana a las concepciones de “democracia directa”, ahí donde sólo se afirmaba la posibilidad, incluso incierta, de gozar de “democracia formales”. Dejamos de leer a autores como los citados anteriormente, mientras consideramos democráticas a las sociedades que ellos veían como fundamento de esas creaciones; dejamos de lado “al fin de la historia” mientras apelábamos a la existencia de resistencias, participación y conflictos permanentes propios de la política democrática que ponían en entredicho las afirmaciones de Fukuyama, pero aceptando y reconociendo como democrática en si las bases de sus teorizaciones. La sombra de las “teorizaciones democráticas” de estos autores se mantuvo... desechamos sus pronósticos más radicales. Cómo no recordar que el orgullo que sentimos con respecto a nuestra democracia chilena, principalmente su estabilidad, esconde el fondo de ser una democracia constantemente criticada y cuestionada por su, vaya ironía, carencias democráticas. ¿Será posible que existían tantas ansias de sentir, con orgullo, que habíamos vuelto a la democracia que confundimos sus formalidades con participaciones efectivas como si lo exige la democracia en sí?
De una u otra manera lo que sucedió en Chile fue que realmente se creyó que las concepciones de “amnistía” que se produjeron con respecto a temas como los Derechos Humanos -o las Privatizaciones- podían llegar a ser homologables con concepciones intangibles como la que representan las mismas concepciones “valorativas” de las sociedades y del actuar en “democracia”. El tema de la “aministía” al cual me refiero es el de hacer creer, o forzar, una suerte de olvido discursivo con respecto a la política, posibilitando que se considere al periodo “dictatorial” como una suerte de “falla menor” que puede ser fácilmente omitido o borrado dentro de nuestra tradición democrática: como si todos esos años pudieran ser tachados sin ningún tipo de consecuencia en la sociedad política; considerándolo tan sólo “un mal sueño” sin impacto en la “realidad democrática” por la cual se comienza a transitar luego de la llegada de Patricio Aylwin a la presidencia.
La frase “justicia en la medida de lo posible” resume no sólo la imposibilidad práctica y teórica de poder mirar hacia atrás y poder enjuiciar las violaciones a los Derechos Humanos y crímenes cometidos durante la dictadura, sino que resume, a la vez, el hecho de que la “democracia” que se comienza a forjar con la transición a la democracia misma no representa una continuidad de la fractura producida en el año 1973 sino una “democracia” totalmente diferente donde las concepciones mismas de democracia estaban atadas a los procesos llevados a cabo en dictadura pero que debían de ser omitidos bajo el riesgo de la perdida de esta “democracia”. En otras palabras lo que se lleva a cabo en un acto “refundacional” de la democracia desde una perspectiva de “democracia formal” pero utilizando y apelando a conceptos propios de una democracia de carácter más participativa, y por ende, más ligada a las tradiciones propias de la “democracia popular”. “La justicia en la medida de lo posible” se convirtió en una “democracia en la medida de lo posible”, pero aceptada por la clase política, pero en un silencio que sólo podía llegar a ser entendido una vez que las bases mismas de una democracia más participativa tratarán de manifestarse y hacerse escuchar y se vieran total y absolutamente imposibilitadas de hacerlo por la “democracia misma” que se había creado.
Además, la “necesidad” de reconstuír el sistema institucional democrático llevo a que el pacto de “refundación” pueda ser entendido, más bien, como un pacto “fundacional” donde todos los actores políticos, encarnados principalmente en los partidos políticos –incluso la derecha- llegaran a consensos permanentes sobre diferentes ámbitos como una suerte de necesidad sine qua non democrática de “acuerdos constantes” sin mayores riesgos entre las partes en conflicto. Esto último trajo como consecuencia la imposibilidad de llegar a plantear grandes reformas que significaran terminar con los acuerdos auto-impuestos como marco de legitimidad y permanencia de las reglas consensuadas de la “transición democrática”, o, si creemos en el término de ese periodo, en la “democracia” misma, es decir se produjo una minimización de los “marcos de conflicto” dejando de lado a cualquier actor social o movimiento que no siguiera esa forma de comprender los marcos en los que se movía esta nueva “democracia” que seguía siendo entendida, y comprendida, por estos, como una continuidad de la democracia anterior.
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