domingo, 18 de noviembre de 2012

El Leviathan de Hobbes y la Teología Política (Introducción).






En el frontispicio de la primera edición inglesa del Leviatán de Hobbes –1651- se presenta la efigie del soberano con dimensiones gigantescas que sobre una ciudad – otra artificialidad en el pensamiento de este autor a diferencia del pensamiento aristotélico sobre el “origen de la polis”- empuña en su mano derecha una espada y en la izquierda un báculo. El poder político y el poder espiritual en el mismo cuerpo artificial soberano, que de la misma manera como puede utilizar la violencia de una de sus manos –legitimada por medio del pacto- posee, en la izquierda, el poder pastoral que legitima el poder sobre una nueva artificialidad; los que forman parte y los que están excluidos de este “pacto”. “Bajo cada uno de sus brazos, tanto el brazo temporal como espiritual, hay una serie de cinco ilustraciones: debajo de la espada, una fortaleza, una corona, un cañón, armas y banderas, y una batalla y una ciudad; de igual modo debajo del brazo espiritual hay una iglesia, una mitra pastoral, los rayos de la excomunión, silogismos, y un concilio”[1]. De estos elementos, de la posesión de los instrumentos propios del conflicto religioso-político, que permaneció gran parte de la Edad Media, nace la disputa que busca ser zanjada rápidamente por Hobbes por medio de la frase extraída del Libro de Job, y grabada en la portada de su gran obra; “Non est potestas super terram quae comparetur ei” (“No hay poder sobre la tierra que se compare al suyo”)
La imagen cristiana de Dios como todopoderoso es recurrente dentro de los fundamentos de teología política cristiana. El Libro de Job es un ejemplo ilustrador utilizado por Hobbes -que a la vez había servido como una de las fuentes bíblicas recurrentes en la teología política cristiana-. La noción es bien precisa en el texto; el poder sobre los poderes. La Iglesia se identificó a sí misma como el representante de ese poder. Si esa concepción teocéntrica ordena al mundo es posible comprender que todo “otro poder terrenal” queda supeditado al poder de quien posee el poder-legitimidad de Dios sobre un “pueblo” que, a la vez, crea y brinda protección. Cuál es la relación entre Dios y su pueblo, será la pregunta de Job, y éste se encontrará con el problema que es Dios quien ha elegido a su pueblo y, por medio de esa elección, puede brindar protección. “La sabiduría es presentada como una comprobada limitación humana incapaz de trascendencia. Este es precisamente el límite que representa la divinidad. Por eso mismo, ella posee el poder de la protección, lo funda en una capacidad desconocida, aunque humanamente representable. Este poder de protección tiene en ese contexto, el supuesto de la elección. Dios ha elegido a su pueblo, a la gente que es parte de él. Todo aquel que se da cuenta de eso, se siente ya, en ese saber tan básico, protegido. Los miembros de la comunidad elegida encuentran protección en esa elección divina”[2]. Así, nos encontramos con que el “pueblo elegido” –como figura cristiana medieval- no sólo brinda protección, sino que crea comunidad a partir de la voluntad, no de sus integrantes, sino de Dios mismo, es él quien “protege”. Alianza que da por sentada la relación de dependencia entre la comunidad y Dios, a la vez que cuestiona la visión aristotélica del hombre.
Job es parte del “pueblo escogido por Dios”, como tal no puede poner en duda los supuestos en los que descansa su obediencia a sus leyes. Las razones últimas de la protección brindada por Dios están fuera de las capacidades de entendimiento de un hombre, es una verdad inaccesible como lo señaló constantemente la teología cristiana medieval, San Agustín o Santo Tomás de Aquino los más importantes, y, en palabras de un contemporáneo a Maquiavelo, el tomista Fray Luis de León; “La verdadera sabiduría no la hallarán los hombres, por más que la busquen, en el mundo, porque tiene su propio lugar y asiento en Dios”[3]. Es ahí donde la obediencia absoluta se mantiene la protección de Dios no cesa, porque “quien se revela no sólo no obedece, sino, con ello, se aparta del pueblo, rompiendo el pacto y exponiéndose también al cese de protección, en este caso personal”[4]. El quiebre del pacto en El Libro de Job no es sólo la ruptura del lazo entre el hombre y Dios –circunscrito a una dimensión religiosa- sino que señala a la comunidad como una creación de Dios a la cual estoy “obligado” a pertenecer bajo riesgo de “muerte”, mismo riesgo que corre quien no forma parte del pacto hobessiano y se mantiene “en guerra”. La aplicación de la Ley por medio de su desaplicación. Nos encontramos con el “Estado de Excepción” descrito por Agamben, que funcionando como un dispositivo biopolítico, permite que el soberano se pueda enfrentar a la vida biológica de sus súbditos por medio de la voluntad incuestionable, y creadora, de este. Es el pueblo elegido por Dios quien en virtud de su potestad nos exige la plena sumisión de la bíos en la esfera de la polis –bajo el riesgo de quedar expuestos fuera de la comunidad- y convertir a quien fuera parte en un enemigo de esta; y por ende, a la vez, de Dios y su voluntad. Dios – el inmortal y el mortal - proyecta así su poder no sólo a las conciencias de cada uno, sino al conjunto de su “pueblo elegido”; sobre la “población”.

[1] ALTINI, Carlo. La Fábrica de la Soberanía. Pág.90

[2] MAUREIRA, Max. Disolución Política de la Teología.

[3] IDEM

[4] IDEM.

martes, 16 de octubre de 2012

Culto Público como Teología en Hobbes

 “Según Varrón, citado por San Agustín, habría tres tipos de Teología: la mítica o fabulosa, de los poetas, la natural o de los filósofos, y la civil, que deben de conocer y practicar en sus ciudades los ciudadanos y, especialmente, los sacerdotes en forma de culto público”[1]. Culto público y a la vez propio de los hombres libres nos señala el pensador de Hipona. Y Hobbes para definir o comprender que lleva al hombre hacia el culto nos señalará que es “el trabajo que dedica un hombre a cualquier cosa con el propósito de obtener un beneficio con ello”[2]. En San Agustín podemos presenciar que lo público del acto del culto debe ser practicado por el “ciudadano”, este se convierte en su propio “sacerdote” – en palabras del santo- con respecto a ser parte de la ciudadanía –de la polis- por medio de su pertenencia a la Iglesia. El culto –colere en latín- mantiene en Hobbes el espiritu que concebía en él San Agustín pero convirtiendo al “Dios Inmortal” de la cristiandad –y su teología política- en un “Dios Mortal” que se alimenta, al igual que el primero, a partir de la inclusión de aquello que posteriormente Agamben señalará como la incorporación-fusión de bíos –la forma de vida o manera de vivir propia de un individuo o grupo- y zoé- simple hecho de vivir y común a todos los vivientes- como condiciones de posibilidad de la biopolítica [3].

La uniformidad del culto público, para legitimarlo, necesita uniformidad e identificación de este, sino corre el peligro de ser privado. El planteamiento de Hobbes nos leva a señalar no sólo la necesidad de que la Iglesia forma parte del Estado, sino el convertir “la política” en un acto que –bajo el manto de culto público- permita la existencia del Estado y, a la vez, determinar cuales son los límites de este con respecto a los beneficios que puede garantizar, y a quiénes, específicamente con respecto a la entrega de “protección”. En el caso de la teología medieval la protección de Dios  a “su pueblo”, en el caso de Hobbes el “protegernos” del “resto”; en ambos existe ese límite que determina la capacidad de que el Estado se cierre sobre si mismo para excluir aquello que representa peligro para la “comunidad”.

En San Agustín el culto practicado por los sacerdotes es público y libre, que no entorpece sino que cumple un objetivo necesario y legitimado por cada uno de sus “ciudadanos”, bajo riesgo de exclusión, en Hobbes la situación teológica-política es la misma. La diferencia es el objeto –Dios Mortal- pero bajo el mismo peligro; quedar en situación de “guerra” y, en esas condiciones, dejar morir –como veremos más adelante-. La garantía de permanencia es el culto público, eso es lo que provoca la obtención o no de “beneficios” en Hobbes, el primero y más importante de ellos la “seguridad”. Situación de dependencia mutua entre la Iglesia y su pueblo en San Agustín, entre el Dios Mortal y sus “ciudadanos” en el autor del Leviatán –en otras palabras- la satisfacción de demandas individuales donde el “culto público” garantiza el beneficio máximo a nivel colectivo; la integración social.

Es innegable que a partir de Hobbes la teología política se convierte en el elemento esencial de la Teoría del Estado. Carl Schmitt es quien a partir de la obra del pensador inglés quien acuñó el concepto de “Teología Política” para referirse a la teología civil moderna que actúa en conjunción con la teoría del Estado que sustituirá la teología política de raigambre cristiana que –durante la Edad Media- actuará en dependencia constante con la teología jurídica del Derecho Natural[4]; todos los conceptos sobresalientes de la moderna teoría del Estado, afirmaba Schmitt, “son conceptos teológicos secularizados”[5]. No está demás el recordar que el Estado –territorial y luego nacional- surge como una artificialidad pero, a la vez, como la primera de las grandes construcciones del racionalismo en un “mundo” erosionado por tensiones políticas y conflictos religiosos –aunque es difícil de determinar sus diferencias- donde la figura del Estado no sólo emerge como una “necesidad”, sino que –a la vez- una “elección racional”. Hobbes escribe, por tanto, en oposición a Bodino o Maquiavelo que ven en el Estado a un instrumento de poder para provecho de príncipes o monarquías de turno.

En Hobbes es posible advertir la utilización de los “instrumentos propios” de la concepción teológica de la política con el fin de oponerse a una teología jurídica eclesiástica. Y es que esta nueva entidad –el Estado- busca su lugar a partir de una sociedad “creada” por medio de una “teología política” que – ya desgastada- será reemplazada por una concepción que, por medio de un Dios Mortal, busca fundar una nueva teología política pero secularizada. 




[1] NEGRO, Dalmacio. La Teología Política de Thomas Hobbes.
[2] HOBBES, Thomas. Leviatán. XXI
[3] Sobre el mismo hecho, división de bíos y zoe, Agamben señala; “La simple vida natural está excluida del mundo clásico, de la polis propiamente dicha u queda firmemente confinada como vida reproductiva, al ámbito del oikos” Agamben, Giorgio. Homo Sacer. Pág. 10.
[4] KANTOROWICZ, E.H. Los Dos Cuerpos del Rey. Un estudio de Teología Política Medieval. Madrid Alianza. 1985.
[5] SCHMITT, Carl. El Concepto de lo Político.
[6] SCHMITT, Carl.
[7] HOBBES, Thomas. Del Ciudadano. XVII.
[8] SCHMITT, Carl.
[9] ALTINI, Carlo. La Fábrica de la Soberanía. Pág.90
[10] MAUREIRA, Max. Disolución Política de la Teología. 

jueves, 30 de agosto de 2012

Contextualización Identitaria de América del Sur




El tema identitario en América Latina es un problema que ha adquirido una gran importancia en los últimos años, traspasando los límites de los especialistas en el tema de carácter identitario para ser una preocupación de carácter político y social. Sin embargo el tema de la identidad ha estado siempre presente en América Latina, aunque no con la misma relevancia, ya que los períodos de preocupaciones identitarias responden a periodos de crisis y profunda crítica frente a determinados paradigmas de desarrollo y su funcionamiento una vez llevados a la práctica; como es el caso del Chile actual. Es en los periodos de transformaciones societales y culturales el tema identitario se potencia y adquiere una especial significación simbólica.

Desde los ultimos años del siglo XIX hasta los primeras décadas del siglo XX el contexto histórico europeo cae en la llamada “primera crisis de la modernidad europea”; esta se produjo por el profundo malestar que vivían las principales sociedades europeas a consecuencias de la primera revolución industrial y las promesas incumplidas del liberalismo: paz, progreso y prosperidad. Fue, por ello, el fin de la ilusión del liberalismo clásico de la sociedad regida por el mercado autorregulado y la (re)emergencia de concepciones alternativas de derecha y de izquierda. Durante esos años, a la vez, en América Latina se producía la larga crisis de las repúblicas oligárquicas, crisis que no sólo se manifestó por la paulatina caída de los sistemas políticos que sustentaban sino que fue acompañada por profundos cambios sociales, culturales y en sus economías exportadoras. La cultura elitaria de las oligarquías, de raigambre liberal conservadora y positivista, tanto en el terreno estético y de las ideas, fue perdiendo vigencia y legitimidad, dando paso a profundas transformaciones sociales. Estos profundos cambios fueron favorecidos y potenciados por el contexto internacional que hemos señalado, principalmente europeo, que crearon las condiciones para la existencia de un clima de decepción ante el sistema político-social y la emergencia de los cambios dentro de este. Es decir, podemos señalar que la búsqueda de la identidad latinoamericana surge a la par de las crisis sociales y se agudiza en proporción directa a la imposibilidad de los Estados de responder a las diferentes demandas y presiones ejercidas desde dentro de estas comunidades políticas. Por ello, la primera “oleada” moderna en pos de una respuesta a la pregunta sobre las identidades latinoamericanas se inscribe dentro del contexto histórico de una pregunta aún más amplia: ¿cuál es el futuro de América Latína?. La pregunta sobre nuestra identidad como latinoamericanos se vuelve una necesidad ahí donde el paradigma sobre el “qué somos” no tiene respuesta y entra en una crisis que supone la visibilidad de una erosión económica y política obligando a una interrogante cultural sobre ella misma.

Hoy debemos de pensar las paradojas de la globalización y dejar de pensar a esta como un paradigma cerrado, ya que este mismo fenómeno produce obligatoriamente un resurgimiento de las identidades locales ahí donde este fenómeno mundial no puede ser una respuesta favorable a las demandas y expectativas que esta misma ha provocado (los ejemplos de Bolivia, Venezuela y Ecuador son claros). Si antes hemos señalado que la llamada “crisis de la modernidad” a inicios del siglo XX produjo una explosión de cuestionamientos sobre la identidad, hoy debemos de ver que las crisis económicas dentro de un mundo globalizado producirá obligatoriamente el resurgimiento de los cuestionamientos sobre la identidad ahí donde la globalización no responde a sus promesas en torno a mejoras sustanciales económicas en detrimento de los elementos locales. Podríamos decir que la formula se invierte; se comienza a criticar el modelo económico global a la vez que se refugian en identidades locales hasta ayer criticadas como una forma de retraso o explicación frente a las desigualdades o inestabilidades económicas.

Es por eso que la búsqueda de una identidad mirando al pasado es extremadamente dificultoso ya que la sucesión de rupturas no coinciden, tampoco, con la nación o el Estado en Latinoamérica debido a que los Estados de América Latina pueden contener a la vez diversas nacionalidades y, por ende, diversas culturas. Seguramente es por esta razón que la pregunta sobre nuestra identidad presenta la dificultad de que nuestra historia latinoamericana se ha construido en torno a abruptas y constantes superposiciones que hacen más borrosas la búsqueda de una huella de continuidad en la construcción identitaria nacional y regional.  El caso es que la transculturación  o transplante de culturas foráneas en nuestro subcontinente americano junto con el sincretismo y mestizaje socio-cultural ha mantenido latente la preocupación. y la dificultad misma, para dar respuesta a nuestra identidad como Latino América. 

viernes, 24 de agosto de 2012

Hobbes; Biopolítica ... Inconcluso -y con 0.1% de posibilidades de ser terminado-.









No representa ningún tipo de novedad señalar la gran importancia que han logrado, en el último tiempo, las definiciones de biopoder y biopolítica en las discusiones actuales de la filosofía política –incluso sobrepasando los tradicionales empleos de términos filosóficos en otras áreas-. Como tampoco es ninguna novedad el señalar que estas remiten una y otra vez a concepciones acuñadas por Michel Foucault a partir de la década de los 70’s del siglo recién pasado. Es como si este autor hubiese hecho trizas todos los antiguos arsenales de conceptos bajo los cuales solía transitar la filosofía política. De una u otra manera la “originalidad” de Foucault y sus nociones de biopolítica, que aparecen por vez primera en un ciclo de conferencias pronunciadas en Río de Janeiro el año 1974, residen no en el hecho mismo de la singularidad conceptual, sino, al contrario, en una “vuelta de tuerca” con respecto a los usos y contenidos que hasta el momento se habían dado al concepto. La obra de Foucault –al menos desde el periodo que hemos señalado- representa una fusión entre dos corrientes que convivieron en constante tensión sobre el tema biopolítico de la sociedad hasta finalmente fusionarse, cosa que podría explicar el paso desde las sociedades de vigilancia hacia las sociedades de control- como señala Deleuze- que es tratada como un tema biológico per se a partir, posiblemente, de la obra de Hobbes y la construcción de soberanía, encarnada no en la figura abstracta del poder, sino en la figura tangible de la sociedad como “cuerpo viviente” y que encontrará una segunda vertiente con el Positivismo Inglés- como continuidad moderna de regímenes teocráticos- donde la sociedad es una anatomía y semiótica biológica “a descubrir”. No es extraño el pensar la obra de Hobbes dentro de términos biológicos –el frontispicio de la primera edición no es una simple metáfora- y encontrar en los ejemplos citados por Edgardo Castro[1], con respecto a las nociones de biopolítica antes de Foucault, una continuidad que apela a lo biológico, en relación a la construcción de la sociedad política, dentro de un imaginario –episteme epocal podrá decir el autor francés- que relaciona la salud y la contingencia como una continuidad necesaria en pos de la vida misma de este “cuerpo artificial”. Así, en cambo, Comte utilizara el concepto “biocracia” para explicar el orden natural e inmanente de los animales disciplinables, o como posteriormente Somit y Peterson expresaron señalando que; “con el término biopolítica se entiende usualmente el enfoque de aquellos científicos de la política que utilizan los conceptos biológicos y las técnicas de investigación biológica para estudiar, explicar, prever y, algunas veces, prescribir el comportamiento político”. Si existe relación alguna entre la primera y lo segunda concepción es el ver una homologación entre biología y sociedad; el no hacer una mera metáfora de esta como un “cuerpo viviente” y pensarlo bajo categorías “creadas”, sino enfrentar este problema biológico bajo categorías, valga la redundancia, de un cuerpo vivo. Así la existencia de la sociedad no es un problema social –esta ya no existiría como objeto de estudio fuera de un tratamiento biológico- sino como necesidad; antropología filosófica en el caso de Hobbes- o como incógnita biológica a descubrir –positivismo filosófico en Comte-. En el caso de Hobbes claramente su influencia la podemos advertir a partir del Siglo XVII, en el caso de Comte obviamente durante la segunda mitad del siglo XIX, pero, debemos hacer notar, no es ningún “dilema histórico” el encontrar las bases del pensamiento positivista en Hume ya a partir de mediados del siglo XVIII. “Cuerpo como imitación racional de la naturaleza” configuran los lineamientos generales del pensamiento antropológico filosófico en el cual está basado el pensamiento de Hobbes; “Todo lo consecuente al tiempo de guerra, cuando cada hombre es enemigo a cada otro, es consecuente también al tiempo cuando los hombres viven sin seguridad alguna sino la que les proporcionen su propia fuerza e invención. En tal condición no hay lugar para industria, porque su fruto es inseguro; consecuentemente no hay ninguna cultura de la tierra; ninguna navegación ni uso de los productos importados por el mar; ninguna construcción cómoda; ningunos instrumentos para mover cosas que necesitan mucha fuerza; ningún conocimiento de la faz de la tierra, ni del tiempo; ningunas artes, letras o sociedad; y lo peor de todos, perpetua al temor y peligro de muerte violenta; y la vida de los hombres es solitaria, pobre, sucia, brutal y corta”[2]. El contrato original que da origen a la sociedad es un contrato racional, es así como –siguiendo con otra cita del autor ingles: "Cuando un hombre razona, no hace otra cosa que concebir una suma total, por adición de partes, o concebir un resto por sustracción." El Estado por tanto es una creación en el caso de Hobbes; y una unidad total y absolutamente artificial y maleable, que permite múltiples variaciones dependiendo de la contingencia. Lo que se relaciona directamente con su adaptación al pensamiento liberal posterior como fundamento filosófico de legitimidad. El problema con respecto a la soberanía absoluta en Hobbes o si realmente era partidario de un sistema parlamentario es un dilema complejo y difícil de resolver –y que lamentablemente nos llevaría hacia otro campo de interrogantes- , el problema que queremos abordar reside en otro punto; en que si esto es así, como he señalado, las interrogantes con respecto a la “sociedad” son problemas de carácter netamente “políticos”, y que deben de resolverse dentro de ese campo –del campo de la política- de una creación totalmente artificial y que está mutando constantemente en pos de objetivos; un cuerpo que muta, que tiene la obligación de mutar, que muta a esos cuerpos que tiene a su interior: "Pues cualquiera que sea la costumbre establecida, si un hombre puede alterarla de palabra, y no lo hace, eso es señal de que quiere que dicha costumbre se conserve." En cambio en los lineamientos generales del positivismo filosófico nos encontramos con que la sociedad es un “organismo a descubrir”. Si en la antropología filosófica -con base en Hobbes- el cuerpo es una artificialidad que está en constante mutación -la sociedad política-; en este segundo lineamiento nos encontramos con que la sociedad no es ninguna artificialidad sino, al contrario, es un ente natural y singular que en su interior contiene homogeneidad a partir de –obviamente- componentes naturales y no artificiales. Como señala Hume: "La naturaleza mantendrá siempre sus derechos y, finalmente, prevalecerá sobre cualquier razonamiento abstracto." Si para el positivismo la sociedad es un hecho natural y el buen o mal funcionamiento de esta no responde a contingencia, azar, ni elemento externo alguno -sino al descubrimiento de las leyes que rigen esta naturaleza- nos encontramos con que las concepciones de biopolítica que derivan de esta concepción positivista filosófica llevan el tema político hacia un tema biológico, en cambio bajo el código antropológico filosófico el fin será el buen funcionamiento de un cuerpo totalmente artificial y en constante movimiento. El organismo natural lleva el tema de la biopolítica de Foucault hacia el tema racial, el cuerpo artificial hacia la máquina; el primero es provechoso para una monarquía, tiranía, dictadura etc. el segundo para el liberalismo. El problema de la omisión de los campos de concentración nazis en la obra de Michel Foucault – con respecto a sus trabajos sobre instituciones de encierro o la biopolítica misma- radica no en algún hecho de olvido, negación u omisión, sino al hecho de que la biopolítica actúa en constante movimiento y con la obligación de mutar, en cambio una biopolítica sin posibilidad alguna de adaptarse a azares, contingencias o emergencias resulta un hecho de imposición que apela- obligatoriamente- a la existencia de un hecho estático y constante en la naturaleza; una comunidad perdida en la historia, un pueblo glorioso de hace cientos de años, la pureza de una sangre o la divinidad de una raza. Bajo esas condiciones el liberalismo no encuentra terreno fértil alguno, ni tanto en el plano político como en el económico, por lo tanto podríamos llegar a plantear dos lineamientos diferentes con respecto a la biopolítica presente en Foucault –como posteriormente veremos- una que tiene su origen a partir de Hobbes –la biopolítica liberal- y una segunda biopolítica que encontraría su origen, al menos desde la modernidad, con el Positivismo Inglés del siglo XVIII que, negando los principios modernos de “la política”, se manifiestan en el darwinismo o racismo -.

[1] Castro, E. Biopolítica y Gubernamentalidad.[2] Leviatán.

miércoles, 13 de junio de 2012

La Nación; proyecto de vida en común en Ortega y Gasset




En la obra de Ortega la idea de nación no aparece como un término estático y definitivo, sino más bien como un concepto dinámico y provisional. Y es que de la misma manera que no hay una teoría del Estado explicita en la obra orteguiana, tampoco la hay con respecto a la idea de nación y se referirá a esta problemática dentro de su acepción cultural, y otras veces desde su perspectiva política.

En el pensamiento de Ortega el sentido de la Nación, en referencia a los pueblos europeos, tiene un significado de “unidad de convivencia” diferente a lo que normalmente entendemos por “pueblo”, ya que este último es considerado por nuestro autor como una “colectividad” que se constituye por un repertorio de usos que el azar o las vicisitudes de la historia, de su propia historia, han creado pero carentes de proyección hacia adelante, sino proyectada siempre hacia un pasado. En cambio, la Nación tiene un carácter histórico, como toda vida humana y toda construcción de “estas vidas humanas”, así el hombre construye desde su realidad radical su propia historia y, a la vez, una naturaleza en conjunto que es la historia misma de este conjunto humano. Es así, como toda producción humana, que la Nación tiene, y debe tener, un carácter propiamente histórico que mira el futuro oponiéndose a la idea de Pueblo -o ciudad como veremos más adelante- que vive sin proyecto futuro más que su propio pasado y presente; sin jamás traspasar esa dualidad que la estanca y la detiene frente a la “sustancia” misma de la Historia; el cambio.

La nación es insustancial, no tiene una sustancia más que su carácter provisional y variable, por que como el hombre mismo su construcción carece de sustancialidad: “a la Nación la hace la historia, por eso es de tanta suculencia”[1].

La Nación surgirá con la Modernidad como una forma histórica de la convivencia humana, así como antes en la historia se convivía bajo formas de  Ciudad-Estado o Imperio. Pero si la constitución de estas ciudades, o incluso imperios, tenía como acto de existencia acuerdos o pactos debemos de comprender, junto con Ortega, que la constitución de la Nación es un acto previo y superior a la voluntad de constituyente de sus miembros. La Nación no puede ser fundada, tan sólo “se nace en ella”: “La Nación tiene un origen vegetativo, espontáneo y como sonámbulo: se engendra por proliferación, como una polípera, más acrecencias aluviales, como las conquistas o las anexiones por causas dinásticas, que sólo se incorporan con efectividad social al núcleo inicial después de largo tiempo y también, por tanto, en forma de injerto vegetativo, de paulatina e indeliberada homogeneización. La Polís, en cambio, surge de una deliberada voluntad para un fin. Tiene un carácter formal de instrumento para ... Su origen, pues, es un telos. Este informa, anima y es la Polis, y como todo lo que es telos lleva en sí, viva y operante, la aspiración a la teleíosis –a la perfección-. Pero esta perfección no es sentida como la esperanza de un desarrollo futuro, sino como una calidad presente[2]”.

La “Polis” vive atada a su propio presente, como una construcción humana sin razón de ser más que responder a su propio pasado-presente  - a su telos, como nos señala Ortega- que la ata una y otra vez a un presente a-histórico, incapaz de ver más allá de su propio fin determinado de antemano. Como si viviera siempre atada a un presente que se niega a avanzar, la Polis frena el avance mismo de la Historia, tanto en el plano de los individuos como de la colectividad. La Nación, en cambio, posee no sólo la dimensión de su existencia presente, y de un pasado que construye y moldea este presente, sino por sobre todo una dimensión de futuro que se concreta por medio de “un proyecto de vida en común”.

A partir de lo que nos señala Ortega en la cita anterior es que podemos comprender el rasgo definitivo para diferenciar una Nación de una Ciudad, Polis o Imperio; y es que sólo en la primera está presente la “tradición” y el “porvenir” como una constante que nos permite comprender la frase “en la Nación se nace”. No es simplemente la conjugación de factores lo que constituye la existencia de una Nación –como lo podrían señalar las definiciones tradicionales que nos remiten a razas, historia, costumbres o valores -, sino que lo que realmente es característico de la construcción nacional es la existencia de un proyecto sugestivo de vida en común que, sin ser teleológico, es dinámico a la vez que en constante cambio: “No es la comunidad anterior pretérita tradicional o inmemorial –en suma: fatal e irreformable – la que proporciona titulo para la convivencia política, sino la comunidad futura en el efectivo hacer”[3]


La Superación de la Inercia hacia el Pasado; el Reto de la Nación


Para Ortega la Nación supera la concepción de pueblo –como ya lo hemos señalado- ya que el primero significa una unidad de convivencia distinta de lo que entendemos por pueblo. Un “pueblo es una colectividad constituida por un repertorio de usos tradicionales que el azar o las vicisitudes de la historia ha creado. El pueblo vive inercialmente de su pasado y nada más.[4]”. Y no es que Ortega nos quiera decir que el “pueblo” se oponga a la “nación”, es más, el pueblo convive dentro de la nación pero esta última añade a “los usos tradicionales inerciales” y “mecánicos” de un pueblo la aspiración de ser “la manera más perfecta de ser hombre, y por tanto, bien fundada y proyectada sobre el porvenir”[5]. Al respecto nuestro autor nos dice: “(...) la pretensión de representar la mejor figura de humanidad mantuvo en forma a los pueblos de Europa e hizo que su convivencia tuviese durante siglos el maravilloso y fertilísimo carácter de una grandiosa emulación de una lucha agonal en que se incitaban los unos a los otros hacia mayor perfección. Por esto nos hace ver que la idea de Nación, a diferencia de los pueblos que no son sino pueblos, implica, ante todo ser un programa de vida hacia el futuro”[6]. En la presente cita Ortega nos señala no sólo la diferencia entre un “pueblo” y una “nación”, sino que también nos presenta lo que a su juicio representaba una “crisis” en la Europa de su tiempo y la necesidad “continental” y “nacional” de proyectarse más allá de su mero presente, ya que; “las naciones de Europa se quedaron íntimamente sin porvenir, sin proyectos de futuro, sin aspiraciones creadoras”[7].

Sin porvenir no existe nación, ya que esta responde a un proyecto de futuro constante como la vida humana misma que debe proyectarse siempre hacia el futuro. Si cada uno de nosotros es primero y ante todo porvenir, la nación, como proyecto de vida humana también debe serlo. La existencia de un pasado y de un presente siempre tiene en vista la existencia de un futuro, pro no “cualquier futuro” sino que uno que se construye “por y para el hombre”. Y, como señala Ortega, “el hombre es ante todo porvenir”, y un hombre sin porvenir se desmoraliza al igual que una nación. Sin la existencia de porvenir el hombre no avanza, es como si, frente a la inexistencia de un futuro, nos “sentáramos” a ver como “todo pasa” pero sin que nosotros seamos realmente “actores de aquello que pasa” (la Historia misma). Por ello sin porvenir se produce un freno, o incluso una involución, en el proyecto del hombre mismo y, en la nación, como creación humana, sucederá lo mismo; “La idea de Nación, que había sido hasta ahora una espuela se convierte en un freno. Incapaz de ofrecer a cada pueblo un programa de vida futura los paraliza y encierra dentro de sí mismos”[8].

Sin la creencia en si misma como proyecto, como empresa a futuro, que debe ser la Nación, esta se vuelve hacia el pasado para reafirmar su presente y justificar su precaria, a la vez que débil existencia. Pero no hay esa empresa a futuro a la cual adherir, y sin ella no hay porvenir y no se avanza superando los estados de naturaleza anteriores que no son más que el pasado histórico. Sin proyecto la Nación se vuelve anacrónica con respecto a su realidad Moderna, y carente de proyecto no duda sobre si misma y vuelve atrás: “La civilización europea duda a fondo de si misma. ¡Enhorabuena que sea así!. Yo no recuerdo que ninguna civilización haya muerto de un ataque de duda. Creo recordar más bien que las civilizaciones han solido morir  por una petrificación de su fe tradicional, por una arteriosclerosis de sus creencias[9]”.  El hombre avanza desde la duda, al igual que las naciones y civilizaciones, con la certeza de un mañana, de un proyecto o empresa, que es urgente construir constantemente. Y es que ante la certeza de un mañana que vendrá, y ante la duda, como forma de “afrontar ese tiempo futuro”, el hombre, al igual que las naciones, se proyecta encontrando “(...) el elemento creador y el estrato más profundo y sustancial”[10]. De manera metafórica, pero con una claridad sorprendente, nos señala nuestro autor con respecto a la “duda”, y su función en la naturaleza del hombre y las naciones: “Pero esta sensación de naufragio es el gran estimulante del hombre. Al sentir que se sumerge reaccionan sus más profundas energías, sus brazos se agitan para ascender a la superficie. El naufrago se convierte en nadador, la situación negativa se convierte en positiva. Todo ha nacido o ha renacido como un movimiento natatorio de salvación. Este combate secreto de cada hombre con sus intimas dudas allá en el recinto solitario de su alma da un precipitado: este precipitado es la nueva fe de que va a vivir una nueva época”[11].



Las Ruinas, la Razón Histórica y la Nación


La existencia de un mañana nos permite avanzar por sobre las “ruinas” del pasado. La inexistencia de aquel futuro como porvenir es lo que detiene a las naciones de su misión, y las vuelve hacia aquel  nacionalismo hacia adentro propio de aquellos hombres pequeños que nos señala Ortega. Hombres pequeños que en su convivencia conjunta no pueden escapar al pasado y se aferran a el de manera mecánica e irreflexiva, como si su identidad nacional –o supuesta identidad nacional- sea sólo “bailar al ritmo de otro tambor”: “¡Ese baila con otro tambor! No es sino concentrar en una palabra abreviadamente y, por tanto, con deliberada exageración, decir que un pueblo consiste en puras manías acumuladas por el azar, que las mismas podrían ser otras cualquiera”[12].  Y la nación es superior a ese vivir de manera inercial el presente para “añadir formas de vida que, si bien articuladas con las tradicionales, pretender representar una manera de ser hombre en el sentido más elevado (...) bien fundada y proyectada sobre el porvenir”[13]. La nación surgirá en la modernidad superando las formas de convivencia humana anteriores y - es por que ello que Ortega nos señalará que la misma idea de que las naciones apelen a su “folklore” o a las reminiscencias del pasado para “encontrar su nación”- no es otra cosa más que volver a recoger las ruinas como si estas nos pudiesen dibujar un porvenir que no es tal. Por que las ruinas son eso; ruinas, y estas forman parte del pasado, no de nuestro porvenir. “Las ruinas, pues forman parte de la intima economía de la historia. Las ruinas son ciertamente terribles para los arruinados, pero más terrible sería que la historia no fuera capaz de ruinas. Sentimos como una pesadilla la imaginación de que todas las construcciones del pretérito se hubiesen conservado. No tendríamos lugar donde poner nuestros pies”[14]. De la misma forma como las generaciones avanzan unas sobre otras dejando atrás acumulativamente a antiguas formas, para “rejuvenecerse a si misma”, el cambio constante, la mutación, es la esencia cambiante de la historia. “Para comprender algo humano, personal o colectivo, es preciso contar una historia. Este hombre, esta nación hace tal cosa y es así porque antes hizo otra y fue de tal otro modo. La vida sólo se vuelve transparente ante la razón histórica”[15].

La relación entre la formación compleja de las relaciones societales y su evolución encuentra en el pensamiento de Ortega su razon de ser por medio de la existencia de la razón histórica. Es por medio de esta última que la operación de “mirar hacia futuro como proyecto” se encuentra presente en las naciones, e imposible de encontrar en la Ciudad, Imperio o Pueblo. Nuestro autor nos dice: “El nombre nación es sobremanera feliz porque insinúa desde luego que ella es algo previo a toda voluntad constituyente de sus miembros. Está ahí antes e independiente de nosotros sus individuos. Es algo en que nacemos, no es algo que fundamos”[16]. La nación es una empresa colectiva, e histórica, que mira hacia el futuro trazando un porvenir, no se funda ni mira constantemente al pasado –como la polis griega – sino que su legitimidad es una constante más allá de ese presente en el cual nos situamos. La nación es observar, desde el presente y sobre las ruinas de nuestro pasado, aquello que podemos abrazar como un porvenir, y cuanto con mayor conocimiento acomodamos esas desgastadas y ya obsoletas ruinas, mejor podremos observar, desde las alturas de estas, aquello que será como proyecto deseable. Empresa, proyecto, quehacer, conceptos que revelan la naturaleza dinámica de ambas realidades: vida humana individual—la de cada uno de nosotros—y nación. 

La nación no vive de nuestras voluntades, no consiste en ellas, sino que existe como una realidad natural[17]. Y es que la Nación es una “realidad” que escapa a la ficción de constituir a la fuerza el grupo humano, y su telos estático, como si este pudiera ser traducido por medio de su pasado fundacional; la nación es un producto de la historia y su evolución en la conformación de aquellos pueblos que, conteniendo todos los elementos constituyentes de un “pueblo” comparte un porvenir que hace de nosotros “compatriotas” y no meros “con-ciudadanos”, como sucedería, a juicio de Ortega, en las antiguas Ciudades-Estado o Estados territoriales premodernos. A propósito de esta comparación de “naturaleza histórica”; “La nación es en este sentido un fenómeno menos puramente humano que la Polis si consideramos como lo más humano al comportamiento lucidamente consciente. Claro que, por lo mismo, es más real, más firme, menos contingente y aleatorio. Todo lo que es plenamente consciente es –ni que decir tiene- más claro, más perspicuo y traslucido que lo inconsciente, pero, a la vez, más etéreo y expuesto a súbita volatización”[18].  La Polis es una construcción humana y fundada bajo circunstancias y azares determinados, la Nación, en cambio, traspasa el mero acto fundacional –y su telos- para aceptar el “peligro” de buscar siempre proyectarse sobre si misma como si estuviera en constante construcción y suspenso. A la nación “no la hacemos, ella nos hace, nos constituye, nos da nuestra radicalidad sustancia”[19]. Es por ello que la pobreza de contenidos que presenta una Ciudad es que está hecha por y para determinados individuos, a diferencia de la nación que esta hecha “por la historia”. La Ciudad –como los Imperios o los “simples” Estados premodernos – son el producto de un momento; de un momento fundacional que busca perpetuarse en el tiempo contra la naturaleza misma de los hombres y su condición histórica, que es, por el contrario, la sustancia misma de la Nación; su condición y naturaleza histórica: “Se nace en la nación y los individuos no la hacen un buen día, pero el caso es que, por otro lado, no hay nación si además de nacer en ella no se preocupan de ella y la van, día por día, haciendo y perhaciendo”[20].



[1] Ortega y Gasset, José. De Europa Meditatio Quaedam. Pág.77. En: Europa y La Idea de Nación. Ortega y Gasset, José. Alianza Editorial. Madrid. 1985.
[2] IBIDEM. Pág.61.
[3] OPCIT. Ortega y Gasset, José. La Rebelión de las Masas. S.D
[4] Ortega y Gasset, José. De Nación a Provincia de Europa. Pág.15. En; OPCIT. Europa y la Idea de Nación.
[5] IBIDEM. Pág. 16
[6] IBIDEM. Pág. 17.
[7] IDEM.
[8] IBIDEM. Pág. 18. Al respecto Ortega señalará, posteriormente, en el mismo texto; “Los periódicos se ocupan principalmente en conmemorar las glorias caseras, en hablar de sus pequeños hombres, como nunca habían hecho hasta ahora. Al mismo tiempo se cultiva el folklore monumentalizándolo de una manera grotesca”.
[9] OPCIT. De Europa Maditatio Quaedam. Pág.36.
[10] IDEM.
[11] IBIDEM. Pág. 37.
[12] OPCIT. Ortega y Gasset, José. De Nación a Provincia de Europa. Pág 16.
[13] IDEM
[14] OPCIT. De Europa Meditatio Quaedam . Págs 38-39.
[15] OPCIT. La Rebelión de las Masas.
[16] OPCIT. De Europa Meditatio Quaedam. Pág. 62.
[17] IBIDEM. Pág. 28
[18] IDEM.
[19] IDEM.
[20] IBIDEM. Pág. 77

viernes, 13 de abril de 2012

Golpee sin avisar .../El Dilema de la Violencia Legal pero Ilegitima



Existe una suerte de percepción generalizada de que las cosas no están “bien hechas”, y no sólo remitiéndome a encuestas que señalan el paupérrimo nivel de apoyo al gobierno de turno, o el constante rechazo que tiene la Concertación, o el desagrado que tiene la ciudadanía hacia nuestra “clase política”, sino que existe un rechazo que ha pasado casi desapercibido; el que paulatinamente están demostrando las “instituciones” que tienen en sus manos la misión de impartir “violencia legítima”. Y es que esta percepción negativa creo que es aun más grave que cualquier tipo de percepción que puede producir la “política”, de manera directa o indirecta, ya que esta responde a periodos muy cortos de tiempo y una mala percepción generalizada sobre esta puede transformarse en un apoyo irrestricto al “cambiar las cosas” en una cantidad de años no demasiado extensos. Y es que el “sentir” de la gente cambia con respecto a una persona o grupos de personas, de manera mucho más fácil que la que se produce en relación al “imaginario colectivo” de ciertos conceptos abstractos sociales o de instituciones que no representan, o no deberían representar, a un determinado gobierno de turno sino que son la materialización del Estado como un sentimiento comunitario o social que no entran en ningún tipo de discusión ideológica.
Sería imposible la existencia de ciertos lazos sociales que legitimen el actuar estatal con respecto a la “violencia legítima” sino existiera cierto nivel de homogeneidad tolerable con respecto a las concepciones básicas de ella. Obviamente pueden existir ciertas discusiones sobre lo que he señalado, pero nadie, o casi nadie, podría decir que “las policías no sirven para nada”, “el Estado jamás debería utilizar algún tipo de violencia”, o “deberíamos suprimir a Carabineros”, etc. Hacer un llamado de “que se vayan todos los políticos” existe, y claramente resulta grave, pero mucho más grave sería un llamado a “que se vayan todos los Carabineros”, eso si que sería intolerable y significaría la destrucción de los cimientos mismos de la legitimidad estatal. Esto no quiere decir que suprimir la clase política chilena es un hecho menor, pero no hay que ser psicoanalista para decir que, entrelíneas, esa frase quiere decir: “que se vayan todos y exista una renovación total de la clase política”, y no el “terminar con la política” como erróneamente lo pueden entender algunos. ¿Podemos darnos ese gusto con respecto a las instituciones que perduran más allá delos gobiernos de turno y representan el uso “legitimo de la fuerza”? No, claramente, eso sería un suicidio social, o convertir a las instituciones estatales en una fuerza contraria a la misma sociedad.
“Que se vaya desde el General Director de Carabineros hasta el último de los carabineros”, eso es, obviamente, algo imposible de concebir. En el primer caso señalado -la clase política- podemos apelar debido a su falta de legitimidad y apoyo a presionar hacia un “cambio total” dentro de la clase política, pero no nos podemos dar el mismo lujo con las instituciones del Estado que materializan en sí concepciones de orden, justicia y violencia que deben de ser constantemente apoyadas y legitimadas por la sociedad a la cual pertenecen. La violencia que produce el Estado mismo, y obviamente sus instituciones, dejan de ser violentas, aunque utilicen a esta, en la medida en que su actuar se encuentra en mayor sintonía con las concepciones que la sociedad tiene con respecto a valores y principios. Actuar y utilizar todo el aparataje del Estado en contra o en contradicción con el “imaginario colectivo social” produce un quiebre entre el Estado y la ciudadanía, convierte al Estado en un ente “represivo” que no sólo “no escucha al pueblo” sino que lo “golpea y violenta de manera injusta”. Y no existe nada más “antidemocrático” que concebir que el Estado no esta siendo justo, que utiliza la violencia en pos de mantener esa injusticia, y que disfraza cada golpe bajo un aura de “legalidad”.
Legalidad no es sinónimo de legitimidad; lo legitimo está por sobre lo legal, lo precede y la supera siempre en pos de convertir en “lo legal” aquello que ya se ha vuelto “legitimo” a ojos de la sociedad misma. La sociedad crea las leyes; invertir esa “ecuación” es creer que las leyes crean sociedades, y que se puede volver rápidamente y sin violencia en legitimo aquello que es sólo, y únicamente, legal.
La falta de apoyo y respaldo a cada una de las decisiones del gobierno no sólo hacen o convierten cada uno de sus actos en “dudosos”, sino que vuelven aun más dudosas esos actos de violencia en la cual se apoya el ejercicio del Gobierno. ¿Carabineros ha caído en descrédito o es realmente el descrédito del actuar del Gobierno, por medio de Carabineros, lo que los ha llevado a bajar los niveles de confianza ciudadana en la otrora institución inmaculada de críticas; desde un 71,5% en el 2008 al 50% actual? (CEP.Nov.Dic.2011)
La legalidad de Carabineros está cada vez más en duda, su legitimidad menos legítima que el Gobierno mismo, y eso no se olvidará una vez que este Gobierno deje La Moneda porque no podremos decir: “que se vayan todos los Carabineros”. Paulatina, y gradualmente, se está creando una brecha con tintes de abismo entre la función de Carabineros y la ciudadanía, y esto no es casual sino que responde al “cambio de percepción” que se ha producido con respecto al uso de la “fuerza legítima”, apoyada en la mayoría ciudadana, y que hoy apela más a la utilización de una “violencia legal”, rechazada o puesta en duda por la ciudadanía misma. ¿Que pasaría si el día de mañana ya no podemos confiar en Carabineros? ¿En qué se convierte quien tiene el derecho legal a la utilización de la fuerza pero no tiene legitimidad alguna?
No tengo miedo de que estemos en el comienzo de una grave crisis institucional como la que se vivió en el pasado”. (Afirmación del 59% de la muestra que respondió la encuesta CEP, noviembre-diciembre 2011)