martes, 27 de septiembre de 2011

La Identidad Latinoamericana ... ¿qué? ....



El tema identitario en América Latina es un problema que ha adquirido una gran importancia en los últimos años, traspasando los límites de los especialistas en el tema de carácter identitario para ser una preocupación de carácter político y social. Sin embargo el tema de la identidad ha estado siempre presente en América Latina, aunque no con la misma relevancia, ya que los períodos de preocupaciones identitarias responden a periodos de crisis y profunda crítica frente a determinados paradigmas de desarrollo y su funcionamiento una vez llevados a la práctica; como es el caso del Chile actual. Es en los periodos de transformaciones societales y culturales el tema identitario se potencia y adquiere una especial significación simbólica.

Desde los ultimos años del siglo XIX hasta los primeras décadas del siglo XX el contexto histórico europeo cae en la llamada “primera crisis de la modernidad europea”; esta se produjo por el profundo malestar que vivían las principales sociedades europeas a consecuencias de la primera revolución industrial y las promesas incumplidas del liberalismo: paz, progreso y prosperidad. Fue, por ello, el fin de la ilusión del liberalismo clásico de la sociedad regida por el mercado autorregulado y la (re)emergencia de concepciones alternativas de derecha y de izquierda. Durante esos años, a la vez, en América Latina se producía la larga crisis de las repúblicas oligárquicas, crisis que no sólo se manifestó por la paulatina caída de los sistemas políticos que sustentaban sino que fue acompañada por profundos cambios sociales, culturales y en sus economías exportadoras. La cultura elitaria de las oligarquías, de raigambre liberal conservadora y positivista, tanto en el terreno estético y de las ideas, fue perdiendo vigencia y legitimidad, dando paso a profundas transformaciones sociales. Estos profundos cambios fueron favorecidos y potenciados por el contexto internacional que hemos señalado, principalmente europeo, que crearon las condiciones para la existencia de un clima de decepción ante el sistema político-social y la emergencia de los cambios dentro de este. Es decir, podemos señalar que la búsqueda de la identidad latinoamericana surge a la par de las crisis sociales y se agudiza en proporción directa a la imposibilidad de los Estados de responder a las diferentes demandas y presiones ejercidas desde dentro de estas comunidades políticas. Por ello, la primera “oleada” moderna en pos de una respuesta a la pregunta sobre las identidades latinoamericanas se inscribe dentro del contexto histórico de una pregunta aún más amplia: ¿cuál es el futuro de América Latína?. La pregunta sobre nuestra identidad como latinoamericanos se vuelve una necesidad ahí donde el paradigma sobre el “qué somos” no tiene respuesta y entra en una crisis que supone la visibilidad de una erosión económica y política obligando a una interrogante cultural sobre ella misma.



Hoy debemos de pensar las paradojas de la globalización y dejar de pensar a esta como un paradigma cerrado, ya que este mismo fenómeno produce obligatoriamente un resurgimiento de las identidades locales ahí donde este fenómeno mundial no puede ser una respuesta favorable a las demandas y expectativas que esta misma ha provocado (los ejemplos de Bolivia, Venezuela y Ecuador son claros). Si antes hemos señalado que la llamada “crisis de la modernidad” a inicios del siglo XX produjo una explosión de cuestionamientos sobre la identidad, hoy debemos de ver que las crisis económicas dentro de un mundo globalizado producirá obligatoriamente el resurgimiento de los cuestionamientos sobre la identidad ahí donde la globalización no responde a sus promesas en torno a mejoras sustanciales económicas en detrimento de los elementos locales. Podríamos decir que la formula se invierte; se comienza a criticar el modelo económico global a la vez que se refugian en identidades locales hasta ayer criticadas como una forma de retraso o explicación frente a las desigualdades o inestabilidades económicas.

Es por eso que la búsqueda de una identidad mirando al pasado es extremadamente dificultoso ya que la sucesión de rupturas no coinciden, tampoco, con la nación o el Estado en Latinoamérica debido a que los Estados de América Latina pueden contener a la vez diversas nacionalidades y, por ende, diversas culturas. Seguramente es por esta razón que la pregunta sobre nuestra identidad presenta la dificultad de que nuestra historia latinoamericana se ha construido en torno a abruptas y constantes superposiciones que hacen más borrosas la búsqueda de una huella de continuidad en la construcción identitaria nacional y regional. El caso es que la transculturación o transplante de culturas foráneas en nuestro subcontinente americano junto con el sincretismo y mestizaje socio-cultural ha mantenido latente la preocupación. y la dificultad misma, para dar respuesta a nuestra identidad como Latino América.








martes, 13 de septiembre de 2011

La Transición perpetua en Chile; “Democracia en la medida de lo posible”











La historia de la política moderna que, posteriormente, se convirtió, o muto debido a múltiples factores, en sociedad política tiene, a nuestro juicio, dos “génesis” que, a pesar de sus diferencias, han tendido a ser vistas bajo la misma concepción de”democracia” a pesar de que estas difieren totalmente entre sí; por una parte la revolución estadounidense (1776) y la revolución francesa (1789). La primera respondiendo a las concepciones de democracia “liberal” o “formal”; y la segunda a las de “democracia directa” o, incluso, “popular”. El real abismo entre estas conceptualizaciones radica no en el fin que buscan sino en el poder del Estado y el poder real que tiene la “ciudadanía” sobre este como poder operacional. En otras palabras; la ciudadanía ostenta el poder político, democracia formal, o realmente lo detenta, democracia directa.

La tradición de la democracia formal proviene de autores como Tocqueville que ven en que el proceso “democrático” debe estar en manos de una suerte de “elite política” dejando a la “ciudadanía” en un plano netamente legitimador del proceso, entregándole a la “elite” la responsabilidad, legitimada obviamente por medio del “voto”, de las decisiones políticas y del rumbo que debe de tomar la figura del Estado. Diferente a la tradición de las teorizaciones propias de la “democracia directa o popular”, Rousseau por ejemplo, que consideran que las mayorías tienden, al menos en teoría, a ser los verdaderos soberanos del proceso democrático; por ende, el verdadero motor y fin de la democracia es su ejercicio como “valor en si” que se debe detentar y no ostentar por medio de procesos formales que eliminan el componente propiamente “político” de su ejercicio.

No está demás el señalar que los procesos políticos que pusieron fin a los proyectos de “socialismos reales” supusieron no sólo la creación de ciertos mitos sociológicos sin ningún fundamento real como “el fin de la historia” planteado por Fukuyama, o el “choque de civilizaciones” de Huntington que más bien hoy son vistos como ejemplos caricaturizados de esas ansias de creer en panaceas planteadas por el triunfo de occidente y, por ende, del liberalismo. Y es que ahí radica el problema, en que se creyó que las concepciones de democracia que se plantearon como salida democrática (valga la redundancia) en países con regímenes poco democráticos o dictatoriales serían democráticos, como una democracia participativa más cercana a las concepciones de “democracia directa”, ahí donde sólo se afirmaba la posibilidad, incluso incierta, de gozar de “democracia formales”. Dejamos de leer a autores como los citados anteriormente, mientras consideramos democráticas a las sociedades que ellos veían como fundamento de esas creaciones; dejamos de lado “al fin de la historia” mientras apelábamos a la existencia de resistencias, participación y conflictos permanentes propios de la política democrática que ponían en entredicho las afirmaciones de Fukuyama, pero aceptando y reconociendo como democrática en si las bases de sus teorizaciones. La sombra de las “teorizaciones democráticas” de estos autores se mantuvo... desechamos sus pronósticos más radicales. Cómo no recordar que el orgullo que sentimos con respecto a nuestra democracia chilena, principalmente su estabilidad, esconde el fondo de ser una democracia constantemente criticada y cuestionada por su, vaya ironía, carencias democráticas. ¿Será posible que existían tantas ansias de sentir, con orgullo, que habíamos vuelto a la democracia que confundimos sus formalidades con participaciones efectivas como si lo exige la democracia en sí?

De una u otra manera lo que sucedió en Chile fue que realmente se creyó que las concepciones de “amnistía” que se produjeron con respecto a temas como los Derechos Humanos -o las Privatizaciones- podían llegar a ser homologables con concepciones intangibles como la que representan las mismas concepciones “valorativas” de las sociedades y del actuar en “democracia”. El tema de la “aministía” al cual me refiero es el de hacer creer, o forzar, una suerte de olvido discursivo con respecto a la política, posibilitando que se considere al periodo “dictatorial” como una suerte de “falla menor” que puede ser fácilmente omitido o borrado dentro de nuestra tradición democrática: como si todos esos años pudieran ser tachados sin ningún tipo de consecuencia en la sociedad política; considerándolo tan sólo “un mal sueño” sin impacto en la “realidad democrática” por la cual se comienza a transitar luego de la llegada de Patricio Aylwin a la presidencia.

La frase “justicia en la medida de lo posible” resume no sólo la imposibilidad práctica y teórica de poder mirar hacia atrás y poder enjuiciar las violaciones a los Derechos Humanos y crímenes cometidos durante la dictadura, sino que resume, a la vez, el hecho de que la “democracia” que se comienza a forjar con la transición a la democracia misma no representa una continuidad de la fractura producida en el año 1973 sino una “democracia” totalmente diferente donde las concepciones mismas de democracia estaban atadas a los procesos llevados a cabo en dictadura pero que debían de ser omitidos bajo el riesgo de la perdida de esta “democracia”. En otras palabras lo que se lleva a cabo en un acto “refundacional” de la democracia desde una perspectiva de “democracia formal” pero utilizando y apelando a conceptos propios de una democracia de carácter más participativa, y por ende, más ligada a las tradiciones propias de la “democracia popular”. “La justicia en la medida de lo posible” se convirtió en una “democracia en la medida de lo posible”, pero aceptada por la clase política, pero en un silencio que sólo podía llegar a ser entendido una vez que las bases mismas de una democracia más participativa tratarán de manifestarse y hacerse escuchar y se vieran total y absolutamente imposibilitadas de hacerlo por la “democracia misma” que se había creado.




Además, la “necesidad” de reconstuír el sistema institucional democrático llevo a que el pacto de “refundación” pueda ser entendido, más bien, como un pacto “fundacional” donde todos los actores políticos, encarnados principalmente en los partidos políticos –incluso la derecha- llegaran a consensos permanentes sobre diferentes ámbitos como una suerte de necesidad sine qua non democrática de “acuerdos constantes” sin mayores riesgos entre las partes en conflicto. Esto último trajo como consecuencia la imposibilidad de llegar a plantear grandes reformas que significaran terminar con los acuerdos auto-impuestos como marco de legitimidad y permanencia de las reglas consensuadas de la “transición democrática”, o, si creemos en el término de ese periodo, en la “democracia” misma, es decir se produjo una minimización de los “marcos de conflicto” dejando de lado a cualquier actor social o movimiento que no siguiera esa forma de comprender los marcos en los que se movía esta nueva “democracia” que seguía siendo entendida, y comprendida, por estos, como una continuidad de la democracia anterior.