Un 22,46% fue la participación efectiva de las elecciones
primarias pasadas, es decir que en un padrón electoral de 13.388.643
ciudadanos participaron 3.007.687. Y los cálculos pesimistas que
señalaban que no votarían sobre el 10 al 15% se volvieron uno de los temas
centrales de análisis luego del triunfo de Michel Bachelet –no sorpresivo- y el
golpe al ego democrático de Allamand que determinó que sus amigos de coalición
ganaran democráticamente. Y las cifras parecían claras, más de un millón y
medio de ciudadanos habían votado por la ex presidenta, y un poco más de
400.000 votantes habían señalado que Longueira sería el candidato de Gobierno,
aventajando a Allamand por 22.159 electores –aunque, como sabemos, el candidato
UDI se retiraría de la carrera presidencial debido a una “depresión”-. Números
y cifras, cálculos que nos llevan nuevamente a esa especie de vértigo
matemático que alterando cualquier enunciado buscan una conclusión lógica ahí
donde la pregunta no es el enunciado, sino aquello que deja de decir el
enunciado, aquello que calla. De la misma manera como las cifras
macroeconómicas son denunciadas como una alteración de la realidad ahí donde
“esas cifras no representan una fotografía de la realidad debido a los niveles
de desigualdad”, y el enunciado es falso ya que no señala la variable
“desigualdad”, nuestras cifras democráticas buscan hipnotizar con números y
porcentajes aquello que omitimos, la desigualdad.
El 77,63% de la población no
participó, y ese ¾ que se abstiene en un país donde la mayoría de los males
sociales apuntan con el dedo a “una minoría”, nos debería llevar a pensar no en
los triunfos al interior de las minorías –de ese 22,46% que participó- sino en
la omisión de esa gran mayoría cuya no participación fue considerada –casi sin
excepciones- como “una grata sorpresa”. Así como la construcción de las
expectativas tiene la realidad como límite, y ahí donde mis expectativas
siempre tienen que tener como referencia constante un concepto de realidad
pactado socialmente, nuestras expectativas de “grata sorpresa democrática” nos
llevan a un 22,46% de participación. Nos encontramos con un problema conceptual
donde la participación de sólo ¼ representa un ejercicio democrático en sí, y
no sólo eso, sino con el hecho de que la grata sorpresa es que se alcanzó ese ¼
ahí donde las expectativas eran menores. Nos mareamos con los números y cifras,
perdimos de vista la democracia como un acto participativo –como condición
básica- y cualquier número y porcentaje se convirtió en una victoria ahí donde,
al parecer, se esperaba “aun menos”.
En Chile nuestro último antecedente de elección
presidencial son del año 2010, en las cuales participó el 87% en la primera
vuelta y 86% en la segunda -con inscripción voluntaria y voto obligatorio-.
Para poder volver más democrático un sistema cuestionado por lo “poco
democrático” se decidió volver la inscripción automática y el voto voluntario
para que –curiosamente- se llegara al resultado inverso; que participen “menos
votantes”. Pensemos de manera positiva por un momento, y comparémonos con otros
países que tienen la “democrática” característica del voto voluntario. En
México donde el voto se declara “libre” la participación en las elecciones
presidenciales del 2012 alcanzó 63,34%; en Colombia –en las presidenciales del 2010- se
llegó al 51% y en la segunda vuelta -en la que triunfó Juan Manuel Santos-
participó el 44,5%; en Venezuela –donde la decisión de ir o no a votar es en la
práctica voluntaria- participó el 80,52% del padrón electoral para elegir entre
Chavez y Capriles... En las municipales del 2012 se abstuvo de votar el 59,1%
de los chilenos –con voto voluntario- mientras con voto obligatorio en las
Municipales del 2008 el 33,6% de los votantes se abstuvo. Si en las municipales
–que se señala que participa un número inferior de votantes que en una
presidencial- los niveles de abstención aumentaron en más de 25% con respecto a
una elección con voto obligatorio- ¿Qué es lo que podemos esperar de la
elección presidencial de noviembre? ¿Cuánto es el nivel de abstención que
nuestra democracia puede aguantar sin volverse una democracia de las minorías
como es nombrada Colombia con un 44,5%?. Que haya participado el 22,46% en una
primaria fue considerado una “grata sorpresa”, ¿Si llega a participar más del
50% en la presidencial será considerado un triunfo democrático por “doblar la
primaria”?. Sigamos pensando positivo, sigamos pensando que va a participar la
mayoría de la ciudadanía. Esperemos que así sea.
Como defensa al voto
voluntario se señalaron muchos aspectos que democratizarían el acto mismo de
votar al dejar sin ningún tipo de sanción a quien no vote –obviamente la
sanción moral queda descartada en un país donde los niveles de desafección
política e ilegitimidad del sistema político son aberrantes-. En último término el axioma de fe
es: los ciudadanos son libres de decidir si quieren cumplir con su rol de
ciudadanos o no, en caso de hacerlo es una cosa de libertad, de no hacerlo…
ídem. Aumentaría la abstención; No –decían-, aumentaría la brecha de
desigualdad de participación entre ricos y pobres; para nada –dijeron-. El
cuadro fue vendido así. Y resulta que en un país con altos niveles de
cuestionamiento democrático, con respecto a los reales niveles de democracia,
la falla de la implantación del voto voluntario no ha sido cuestionada en su
totalidad. No sólo debería alarmarnos que sea considerado un triunfo el 22,46%
de participación en una primaria, sino que debemos sentir terror si llega
noviembre y una participación cercana al 50% nos lleva a gritar de alegría
democrática.
La Secretaría General de la
Presidencia declaró en Noviembre del 2011 que “la oposición al voto voluntario en nombre de los intereses de los más
pobres no es más que un autoritario e irrespetuoso paternalismo de minorías
presuntamente esclarecidas, difícil de conciliar, otra vez, con los principios
democráticos”[1]. En nombre
de la inmensa mayoría de no privilegiados, el Gobierno impulsaba un voto
voluntario que “los privilegiaba”, así decían.
Pero resulta que en las primarias el promedio de participación de las 10
comunas más ricas de Chile –de acuerdo a la Casen- es de 34%, en cambio en las
10 comunas más pobres es sólo de 17%. En términos simples, cada vez que votan 2
ciudadanos de las comunas más ricas sólo lo hará 1 de las comunas más pobres.
Otro ejemplo más radical; Puente Alto tiene un padrón electoral de 320.743[2]
electores de los cuales participaron 54.951, Las Condes tiene un padrón
electoral de 211.850 con una
participación en primarias de 96.698 votantes. Esto significa que en la
populosa comuna de Puente Alto participaron en primarias sólo el 17,1% de los
votantes, en cambio en Las Condes –una de las comunas más ricas del país- el
45,6%. Aproximadamente cada 3 votantes en primarias en Las Condes, sólo hubo
uno en Puente Alto.
¿Qué
pasa en comunas rurales o pequeñas? La
incorporación de pequeñas comunas ha permitido justificar las diferencias de
sesgo con respecto a ingresos económicos en los análisis, sin considerar que
sólo las comunas urbanas de la Región Metropolitana representan 1/3 de
los votantes de todo el país y que en ellas se puede observar de mejor manera la
relación entre “cantidad de votos potenciales” y “cantidad de votos emitidos” a
partir de una clasificación entre comunas ricas y pobres. ¿Pero eso no es así
en todo el país? No, la mayoría de las comunas del país –en cantidad- no
presentan esta relación entre “a mayor ingreso-mayor participación”, estas
comunas son las que tienen menos de 50.000 ciudadanos pero que en su totalidad
–sumadas- no representan siquiera el 30% del padrón electoral del país. Es
decir, al menos el 70% de los votantes vive en
comunas que presenta la característica de “a mayor ingreso mayor
participación”, el resto, “rurales” o con menos de 50.000 habitantes tienen una
participación de 1/3 del total, en cambio las “urbanas” –que presentan la
relación de “mayor ingreso- mayor participación” son 2/3 de todo el padrón
electoral[3].
Cuando señalan algunos analistas que la mayoría de las comunas no presentó la
característica de “a mayores ingresos-mayor participación” dicen la verdad,
pero sólo se refieren al número de comunas –que en su mayoría tienen menos de
50.000 habitantes- y no a la cantidad de votantes –que se concentran en comunas
de alta densidad de población- que sí presentan la característica antes
señalada, 2/3 del total.
La omisión gana en el voto voluntario, y gana aun con más
fuerza en las comunas pobres, y ese incluso engañoso 22,46% de participación en
las primarias, se convierte en un extraño triunfo donde sólo ¼ de los electores
concurrió pero que da pie a convertir un esperado aumento en un 100% –que vote
la mitad del padrón electoral- en una suerte de horizonte democrático para
noviembre; una expectativa curiosa, donde su satisfacción es llegar a que
participe sólo la mitad de la ciudadanía.
Y
puede que el problema no termine ahí. Las rimbombantes reformas propuestas al
sistema electoral binominal apuntan a solucionar los problemas de
representatividad de una curiosa manera;
ahí donde “votan más los ricos” –el 70% del padrón electoral- sea mayor
la cantidad de diputados y senadores elegidos para representarlos. ¿Representar
a quién? Mayor representatividad, nos dicen, y resulta que esa representación
pretenden que sea ahí –donde viven más del 70% de los electores- y donde “a
mayores ingresos mayor es la participación”. “La libertad de votar”, nos
volverán a señalar como justificación.
Un 22,46% fue la participación efectiva de las elecciones primarias pasadas, es decir que en un padrón electoral de 13.388.643 ciudadanos participaron 3.007.687. Y los cálculos pesimistas que señalaban que no votarían sobre el 10 al 15% se volvieron uno de los temas centrales de análisis luego del triunfo de Michel Bachelet –no sorpresivo- y el golpe al ego democrático de Allamand que determinó que sus amigos de coalición ganaran democráticamente. Y las cifras parecían claras, más de un millón y medio de ciudadanos habían votado por la ex presidenta, y un poco más de 400.000 votantes habían señalado que Longueira sería el candidato de Gobierno, aventajando a Allamand por 22.159 electores –aunque, como sabemos, el candidato UDI se retiraría de la carrera presidencial debido a una “depresión”-. Números y cifras, cálculos que nos llevan nuevamente a esa especie de vértigo matemático que alterando cualquier enunciado buscan una conclusión lógica ahí donde la pregunta no es el enunciado, sino aquello que deja de decir el enunciado, aquello que calla. De la misma manera como las cifras macroeconómicas son denunciadas como una alteración de la realidad ahí donde “esas cifras no representan una fotografía de la realidad debido a los niveles de desigualdad”, y el enunciado es falso ya que no señala la variable “desigualdad”, nuestras cifras democráticas buscan hipnotizar con números y porcentajes aquello que omitimos, la desigualdad.
El 77,63% de la población no
participó, y ese ¾ que se abstiene en un país donde la mayoría de los males
sociales apuntan con el dedo a “una minoría”, nos debería llevar a pensar no en
los triunfos al interior de las minorías –de ese 22,46% que participó- sino en
la omisión de esa gran mayoría cuya no participación fue considerada –casi sin
excepciones- como “una grata sorpresa”. Así como la construcción de las
expectativas tiene la realidad como límite, y ahí donde mis expectativas
siempre tienen que tener como referencia constante un concepto de realidad
pactado socialmente, nuestras expectativas de “grata sorpresa democrática” nos
llevan a un 22,46% de participación. Nos encontramos con un problema conceptual
donde la participación de sólo ¼ representa un ejercicio democrático en sí, y
no sólo eso, sino con el hecho de que la grata sorpresa es que se alcanzó ese ¼
ahí donde las expectativas eran menores. Nos mareamos con los números y cifras,
perdimos de vista la democracia como un acto participativo –como condición
básica- y cualquier número y porcentaje se convirtió en una victoria ahí donde,
al parecer, se esperaba “aun menos”.
Como defensa al voto
voluntario se señalaron muchos aspectos que democratizarían el acto mismo de
votar al dejar sin ningún tipo de sanción a quien no vote –obviamente la
sanción moral queda descartada en un país donde los niveles de desafección
política e ilegitimidad del sistema político son aberrantes-. En último término el axioma de fe
es: los ciudadanos son libres de decidir si quieren cumplir con su rol de
ciudadanos o no, en caso de hacerlo es una cosa de libertad, de no hacerlo…
ídem. Aumentaría la abstención; No –decían-, aumentaría la brecha de
desigualdad de participación entre ricos y pobres; para nada –dijeron-. El
cuadro fue vendido así. Y resulta que en un país con altos niveles de
cuestionamiento democrático, con respecto a los reales niveles de democracia,
la falla de la implantación del voto voluntario no ha sido cuestionada en su
totalidad. No sólo debería alarmarnos que sea considerado un triunfo el 22,46%
de participación en una primaria, sino que debemos sentir terror si llega
noviembre y una participación cercana al 50% nos lleva a gritar de alegría
democrática.
¿Qué
pasa en comunas rurales o pequeñas? La
incorporación de pequeñas comunas ha permitido justificar las diferencias de
sesgo con respecto a ingresos económicos en los análisis, sin considerar que
sólo las comunas urbanas de la Región Metropolitana representan 1/3 de
los votantes de todo el país y que en ellas se puede observar de mejor manera la
relación entre “cantidad de votos potenciales” y “cantidad de votos emitidos” a
partir de una clasificación entre comunas ricas y pobres. ¿Pero eso no es así
en todo el país? No, la mayoría de las comunas del país –en cantidad- no
presentan esta relación entre “a mayor ingreso-mayor participación”, estas
comunas son las que tienen menos de 50.000 ciudadanos pero que en su totalidad
–sumadas- no representan siquiera el 30% del padrón electoral del país. Es
decir, al menos el 70% de los votantes vive en
comunas que presenta la característica de “a mayor ingreso mayor
participación”, el resto, “rurales” o con menos de 50.000 habitantes tienen una
participación de 1/3 del total, en cambio las “urbanas” –que presentan la
relación de “mayor ingreso- mayor participación” son 2/3 de todo el padrón
electoral[3].
Cuando señalan algunos analistas que la mayoría de las comunas no presentó la
característica de “a mayores ingresos-mayor participación” dicen la verdad,
pero sólo se refieren al número de comunas –que en su mayoría tienen menos de
50.000 habitantes- y no a la cantidad de votantes –que se concentran en comunas
de alta densidad de población- que sí presentan la característica antes
señalada, 2/3 del total.

[2] La cantidad
de electores es la cifra entregada para las municipales 2012 por el Servicio
Electoral.
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