A veces sueño con un mundo en el que no hubiera que esconder lo que piensas y deseas, en el que nada pareciera ridículo a ojos ajenos, en el que uno pudiera hacer siempre todo lo posible y no se impusiera a sí mismo la censura del pudor. Diríamos siempre lo que pensamos y no trataríamos de aparentar ser cosas que no somos ni pretendemos ser, no intentaríamos impresionar a nadie, ni parecer mejores de lo que somos. Nada sería raro ni te mirarían con mala cara por confesar tus secretos más inconfesables, como si ellos no ocultaran los suyos.
No sé por qué me avergüenzo de lo que soy, de que me gusten cosas que nadie entiende, de hacer lo prohibido, de ser diferente, pero la realidad es que es así y a pesar de que me esfuerzo por cambiar esa actitud al final siempre acabo cayendo y me siento vigilado y temeroso de que los demás puedan descubrirme, como si fuera un delito pensar de otra manera o tener esta manera particular de sentir que tanto extraña e incomoda, y es que nadie admite lo diferente, quizás porque le teme o porque le cuestiona su propia realidad a la que se han acomodado y venera como única e inquebrantable.
Después, tras unos segundos de debilidad, abandono esos sueños indebidos y mirando alrededor con desconfianza, ruborizándome como si alguien hubiera podido leer tales desvaríos en mi mente, me pliego a lo establecido y me dejo arrastrar por la marea de lo cotidiano hacia ese mundo hipócrita del que soy cómplice.